miércoles, 22 de enero de 2014

Código Postal

Antes de empezar a leer sobre la Medicina occidental quise leer sobre ti. La tecnología ha simplificado la pasión; ya no necesito guardar estampillas en la cajita de lata que alguna vez contuvo galletas, la que aún conservo en mi armario junto a los pañuelos apilados. Me entra cierta nostalgia cada vez que tengo que hablar sobre las costumbres olvidadas y las nuevas herramientas, que simplifican el trabajo pero arruinan el romanticismo y el entusiasmo de emprender cada acto con profunda convicción.
Me gustaba sentir el desasosiego de no saber si en realidad habías recibido la carta, si había pasado por tus manos, si cuando viste quién era el remitente te emocionaste y la rompiste con torpe afán, o si la descartaste y transfiguraría en un papel errante, sin más destino que su suerte. Yo te cuento que cada vez que enviaba una de mis cartas escritas a puño, esperaba una respuesta tuya. A veces me apresuraba y averiguaba en la oficina postal de donde tuve que salir frustrado más de una vez. Pero cuando había réplica, trataba de no perder la compostura en la acera del frente, y entraba a mi casa sereno con el único fin de iniciar mi ritual, el que había establecido sólo para leer tus cartas. Una última espera, la tetera pita, voy a la cocina y rápidamente me preparo un té verde que guardo en la alacena. Es el último sobre, tendré que comprar más antes de su próxima respuesta, pensé. Elijo mi sillón favorito y con un abrecartas que me regalo mi hijo como recuerdo de su último viaje, rasgo con delicadeza la primera etapa de su respuesta, no sin antes admirar la estampilla adherida; me gustaba atesorarlas. Leo de corrido, sin parar, hasta el final. Lo hago ágil pero admirando siempre cada detalle y cada trazo suyo. Particularmente me gustaba la forma en que se corría la letra al cabo de unos renglones pues era zurda y casi nunca podía evitarlo. Inmediatamente terminaba, encendía una pequeña hoguera empotrada en el recinto, depositaba allí su carta y la observaba mientras ardía. Con la brasa de la chimenea, encendía un cigarrillo y me quedaba allí, estupefacto hasta que el fuego lo había consumido todo.

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