Los sonidos que con tozudez salían de su boca han hecho una buena ocasión para volver a la pluma. Ha sido un largo tiempo en que no escribo escuchando las palabras. Mi vida por estos días ha sido como las manecillas del reloj sin segundero que va cambiando la dirección a la que apunta con cada minuto y cada hora. Necesito descansar de todos ustedes, infelices, que me han hecho infeliz. Ahora me parece que quiero vivir el resto de mi vida con instinto animal, sin preocuparme por las nimiedades humanas. Insisto en el desprecio, pero me redescubro justamente un domingo por la noche; es irremediable odiarlos. Resultan ser abrumadores. La angustia regresa de forma intempestiva y nubla el panorama, desafiándome a caer por el filo del abismo en el que camino, y en el último segundo, su mano extendida me asegura, mientras yo solo pienso que podría ser la última vez en que pueda estrecharla. La veo ya lacerada y me conmueve aún más que mi propia situación. Quizás olvidé mencionarte que tu intransigencia me ahogaba; y que tu condescendencia me empalagaba. Ya casi no me queda tiempo ni para pensar en mi, aunque sigo allí, pendiendo de tu voluntad. Parece que no hemos sido creados para ayudarnos, y me cuesta mucho el sometimiento.
He decidido que ahora no es momento para leer una sola palabra, ni para escuchar otra más. Me envuelvo en mi obstinación y voy a la cocina por una taza café sin azúcar y sin crema; gusto que me gusta compartir contigo. Pienso en el momento en que finalmente te des cuenta que en estos relatos no existía tal Santiago ni tal Juan Manuel, sino que había sido yo mismo con otros nombres, así como siempre te ha gustado firmar. Es agotador tener que recordarte en el frío implacable que se filtra por entre los cerros y que recorre las calles vacías y oscuras en las noches más despejadas. He lanzado mis dados, he jugado mis cartas y no parece haber una sola mano a mi favor (no creas que ando jugando).
Rompo en llanto, en tus brazos tras varios días de ojos encharcados y siento un gran alivio. Nunca pensé que de ti serían esos brazos que me sostendrían ante mi impotencia y la falta de aliento. Decidí enfrentarme a mis propios miedos y así lo he hecho: No quiero que me llames cobarde, aunque sé que lo he sido. Ahora mismo se reúnen mis fantasmas, mientras tu insistes en traerlos afuera. Me agobias y me alivias. Toma un fragmento y márchate, pero no lo tomes todo, pues sabes que no te pertenece.
jueves, 7 de agosto de 2014
miércoles, 22 de enero de 2014
Código Postal
Antes de empezar a leer sobre la Medicina occidental quise leer sobre ti. La tecnología ha simplificado la pasión; ya no necesito guardar estampillas en la cajita de lata que alguna vez contuvo galletas, la que aún conservo en mi armario junto a los pañuelos apilados. Me entra cierta nostalgia cada vez que tengo que hablar sobre las costumbres olvidadas y las nuevas herramientas, que simplifican el trabajo pero arruinan el romanticismo y el entusiasmo de emprender cada acto con profunda convicción.
Me gustaba sentir el desasosiego de no saber si en realidad habías recibido la carta, si había pasado por tus manos, si cuando viste quién era el remitente te emocionaste y la rompiste con torpe afán, o si la descartaste y transfiguraría en un papel errante, sin más destino que su suerte. Yo te cuento que cada vez que enviaba una de mis cartas escritas a puño, esperaba una respuesta tuya. A veces me apresuraba y averiguaba en la oficina postal de donde tuve que salir frustrado más de una vez. Pero cuando había réplica, trataba de no perder la compostura en la acera del frente, y entraba a mi casa sereno con el único fin de iniciar mi ritual, el que había establecido sólo para leer tus cartas. Una última espera, la tetera pita, voy a la cocina y rápidamente me preparo un té verde que guardo en la alacena. Es el último sobre, tendré que comprar más antes de su próxima respuesta, pensé. Elijo mi sillón favorito y con un abrecartas que me regalo mi hijo como recuerdo de su último viaje, rasgo con delicadeza la primera etapa de su respuesta, no sin antes admirar la estampilla adherida; me gustaba atesorarlas. Leo de corrido, sin parar, hasta el final. Lo hago ágil pero admirando siempre cada detalle y cada trazo suyo. Particularmente me gustaba la forma en que se corría la letra al cabo de unos renglones pues era zurda y casi nunca podía evitarlo. Inmediatamente terminaba, encendía una pequeña hoguera empotrada en el recinto, depositaba allí su carta y la observaba mientras ardía. Con la brasa de la chimenea, encendía un cigarrillo y me quedaba allí, estupefacto hasta que el fuego lo había consumido todo.
Me gustaba sentir el desasosiego de no saber si en realidad habías recibido la carta, si había pasado por tus manos, si cuando viste quién era el remitente te emocionaste y la rompiste con torpe afán, o si la descartaste y transfiguraría en un papel errante, sin más destino que su suerte. Yo te cuento que cada vez que enviaba una de mis cartas escritas a puño, esperaba una respuesta tuya. A veces me apresuraba y averiguaba en la oficina postal de donde tuve que salir frustrado más de una vez. Pero cuando había réplica, trataba de no perder la compostura en la acera del frente, y entraba a mi casa sereno con el único fin de iniciar mi ritual, el que había establecido sólo para leer tus cartas. Una última espera, la tetera pita, voy a la cocina y rápidamente me preparo un té verde que guardo en la alacena. Es el último sobre, tendré que comprar más antes de su próxima respuesta, pensé. Elijo mi sillón favorito y con un abrecartas que me regalo mi hijo como recuerdo de su último viaje, rasgo con delicadeza la primera etapa de su respuesta, no sin antes admirar la estampilla adherida; me gustaba atesorarlas. Leo de corrido, sin parar, hasta el final. Lo hago ágil pero admirando siempre cada detalle y cada trazo suyo. Particularmente me gustaba la forma en que se corría la letra al cabo de unos renglones pues era zurda y casi nunca podía evitarlo. Inmediatamente terminaba, encendía una pequeña hoguera empotrada en el recinto, depositaba allí su carta y la observaba mientras ardía. Con la brasa de la chimenea, encendía un cigarrillo y me quedaba allí, estupefacto hasta que el fuego lo había consumido todo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)