Salir a la calle después de pasar un día entero en casa me parece extraño. El anhelo de libertad es una sensación casi ajena: una vez otorgada es difícil de manejar. Sucede a menudo con los anhelos que cuando son alcanzados desaparecen entre la bruma, dejando desesperanza en el aire. Los lugares que hemos soñado se volvieron el presente, y los que dejamos serán ahora los soñados.
No sé si este día sea el primero o el último; es el día del sol, sin embargo, hoy había decidido deshonrar su nombre. Quise decirle al turista con cara de frustración que el recorrido en el tranvía aéreo durante la tormenta sería excepcionalmente bello, pero somos pocos los que admiramos la belleza en sepia. Recordé aquel día en Cristo Rey, frío y nublado, y pensé en que, tal vez, habría preferido un poco más de luz, porque los recuerdos brillantes no se difuminan.
Ahí estaba yo, en la mitad de la calle, planteándome una contradicción más. Aparentemente vivo en un estado de reposo intelectual por cuenta de mis ideas contrarias. O tal vez disfruto los días soleados tanto como los días lluviosos y plantearme esta innecesaria dicotomía es una fuga al agobio del domingo vespertino, a la depresión que acompaña la víspera del lunes.
Vivir entre opuestos es un planteamiento mediocre. Todos los días me esfuerzo por salir del sistema binario y arcaico que aún rige muchos aspectos de la vida. Vivir una semana, cinco días en rutina, para llegar al viernes y finalmente tener tiempo de pensar en la vida que se va pasando sigilosa. Ahora que puedo, pienso en las calles de la infancia que recientemente he visto más estrechas. Crecer es ver encoger el espacio y las horas. Puede ser cierto que el universo volverá a contraerse para iniciar un nuevo ciclo, y que ese universo se llame vida.