martes, 26 de noviembre de 2019

Clamor

Después de salir de la discusión sobre El Testigo, con el mismo Jesús Abad Colorado en un pequeño auditorio, me vi transportado al Claustro San Agustín en el centro de Bogotá. El conflicto armado de nuestro país parecía ajeno a la realidad de las grandes ciudades, sobre todo en los barrios acomodados donde se vive con una indolencia aterradora.

Da la impresión que la vida (y muchos otros derechos fundamentales) es (son) un privilegio en Colombia. Suena disparatado, pero en este país la dignidad es una cuestión de clase (o de estrato), y tal vez es esa la razón por la que casi todos hemos caído en la estulticia de alardear de alguna posición privilegiada, o de ocultar los vestigios de nuestro amplio patrimonio cultural.

Resulta que no todos vemos esas ventajas con responsabilidad, así como no todos escondemos nuestra herencia de manera consciente. En ambas omisiones veo barreras para la construcción de colectividad. Como Colombianos, siento que nos falta mucha empatía (palabra tan malgastada por estos días) y que, tal vez, es ese uno de los principales combustibles para la violencia. Nos hemos acostumbrado a ignorar el sufrimiento, a la indignación pasajera, al olvido pérfido... pero una nueva esperanza se avista en Colombia por estos días.


Este nuevo movimiento nacional, que ya casi cumple una semana, reivindica la lucha por la justicia social como respuesta al histórico abandono estatal. Necesitamos transformaciones profundas de lo que ha sido el pilar de una sociedad injusta. Los colombianos somos una nación afligida por los abusos de unas cuantas familias que han sido dueñas del poder económico y político desde siempre. Que lo han mantenido a punta de engaños y de odio. 

Pocas veces me he sentido tan orgulloso de Colombia como ahora, con la solidaridad del pueblo que sale a caminar porque está cansado, que exige al unísono lo que por derecho debió siempre estar garantizado, un pueblo que defiende colectivamente a las víctimas del Estado. Hoy, más que nunca quisiera estar pisando las calles y gritar hasta quedarme sin voz. Quisiera llamarme parte del gran paro nacional pero me ha tocado vivirlo como espectador. Es importante exhortar al diálogo desde cualquier posición, y sobre todo con quienes tenemos argumentos divergentes: este siempre será el mecanismo más importante para la reconciliación y la construcción de una sociedad en paz.


domingo, 18 de agosto de 2019

Vida


Salir a la calle después de pasar un día entero en casa me parece extraño. El anhelo de libertad es una sensación casi ajena: una vez otorgada es difícil de manejar. Sucede a menudo con los anhelos que cuando son alcanzados desaparecen entre la bruma, dejando desesperanza en el aire. Los lugares que hemos soñado se volvieron el presente, y los que dejamos serán ahora los soñados.

No sé si este día sea el primero o el último; es el día del sol, sin embargo, hoy había decidido deshonrar su nombre. Quise decirle al turista con cara de frustración que el recorrido en el tranvía aéreo durante la tormenta sería excepcionalmente bello, pero somos pocos los que admiramos la belleza en sepia. Recordé aquel día en Cristo Rey, frío y nublado, y pensé en que, tal vez, habría preferido un poco más de luz, porque los recuerdos brillantes no se difuminan.

Ahí estaba yo, en la mitad de la calle, planteándome una contradicción más. Aparentemente vivo en un estado de reposo intelectual por cuenta de mis ideas contrarias. O tal vez disfruto los días soleados tanto como los días lluviosos y plantearme esta innecesaria dicotomía es una fuga al agobio del domingo vespertino, a la depresión que acompaña la víspera del lunes.

Vivir entre opuestos es un planteamiento mediocre. Todos los días me esfuerzo por salir del sistema binario y arcaico que aún rige muchos aspectos de la vida. Vivir una semana, cinco días en rutina, para llegar al viernes y finalmente tener tiempo de pensar en la vida que se va pasando sigilosa. Ahora que puedo, pienso en las calles de la infancia que recientemente he visto más estrechas. Crecer es ver encoger el espacio y las horas. Puede ser cierto que el universo volverá a contraerse para iniciar un nuevo ciclo, y que ese universo se llame vida.