No encontré mejor manera de evocar un adiós que escribiendo. Tantas veces hemos pasado por despedidas definitivas que ya la condición se encuentra desgastada, desvencijada. Esta vez debo decirte que me siento dichoso porque te dejé todo, mis memorias y mis sueños, algunos de ellos precisamente contigo. Ayer tomaste la decisión de dejarme y tuve una mala noche; hoy te he pedido que no prolongues la pena.
Quisiste mirar atrás, volviste a los lugares donde fuiste feliz con el miedo de pensar que nunca más te sentirías igual; retornaste a la comodidad de un abrazo paternal, a tu infancia, al calor de una hoguera que durante años te abrigó pero que hoy se encuentra sofocada, a punto de extinguirse. Créeme que no lo juzgo; no lo hago porque he vivido el invierno y sé lo difícil que es confrontarlo: puede llegar a ser confuso entender que las hojas han dejado de ser útiles y que deben caer. No te detengas sino para contemplar la blancura espesa que ahora cubre el césped que recorriste con tus pies descalzos, esa hermosura lívida que siempre nos ha motivado a especular.
Las conversaciones insaciables desde la alborada hasta el crepúsculo solo fueron suficientes para hacerte dudar un instante que anhelé fuera eterno; incluso comprendí tu silencio, pudimos hablar sin hacerlo. Tuve la fortuna de advertir que tu entendimiento no tenía linderos y así mismo quise instalarme dentro de él. Te puedo decir sin soberbia que aprendí un poco de ti aunque siempre lo dudaste, que me regalaste vida y pretendí retribuírtelo con otra, que también conocí tus dimensiones, y abracé tu sombra taciturna.
He sido yo quien te ha pedido esta vez apartarnos, de la misma manera en que decidiste continuar tu senda, con la misma vacilación de los primeros pasos que inevitablemente vuelve con el transcurso de los años. Debo reconocer que me encantaría encontrarte y nunca más verte partir de nuevo, porque cada despedida viene con más nostalgia que la anterior. Zarpemos juntos sin rumbo fijo, adonde el viento quiera llevarnos.