Aprovecho que es enero para establecer las resoluciones de año nuevo. Retomar hábitos, especialmente si son buenos, no es una tarea fácil. Me pregunto donde se halla la motivación para cumplir las expectativas de cada día. Aun con trasnocho logro salir de la cama, ponerme de pie y hasta salir a la calle a fingir que todo esta bien. El engaño suele salirme tan bien que a ratos me convenzo de ese bienestar, hasta que vuelvo a encontrarme en soledad.
Quise volver a escribir tras empezar el año con un libro mediocre de una escritora que alguna vez admiré. No me considero particularmente bueno para casi nada, y no comparto mis escritos con la morbosidad de generar una reacción en quien los lee. Escribo porque es la única forma efectiva que he encontrado para drenar los sentimientos cuando las tormentas de emociones inundan el alma. Siempre me ha causado curiosidad la capacidad reconfortante del agua que se manifiesta en las lagrimas que desbordan los parpados (a veces de alegría, otras de tristeza), en la sopa que anhelamos cuando estamos enfermos, y en la tranquilidad de un lago. Tal vez es esa característica fluidez la que nos conmueve. La capacidad de ser lo que se es en aquel momento, pero con la inevitable expectativa del cambio. Algunas (pocas) veces, podemos vernos en la quietud de un charco limpio, y tal vez son esas las enseñanzas que el agua nos quiere dejar: Solo podemos ver con claridad cuando permanecemos en calma; Y, asimismo, nos advierte de su implacable fuerza al perder el cauce.
Como ya pueden asumir, los últimos y los primeros meses de cada año son los más fríos aquí en el hemisferio norte. Yo solía odiar la ausencia de luz y calor que suelen llevar al deprimente cambio de follaje propio del invierno. Este frio siempre encuentra espacio para colarse, y además permanece incluso cuando el sol ha vuelto a calentar. Finalmente empiezo a comprender la inspiración de Vivaldi, y sospecho que el clima fresco facilita la contemplación.
Aquí se habla diferente, los trazos y fonemas son ajenos y frecuentemente me pierdo. Han pasado varios años y volver a escribir en el idioma que escuche desde nacido es complicado. Y no lo digo por la pretensión de quien niega su suelo, sino por la constante encrucijada de querer pertenecer sin doblegar las costumbres propias. A veces me distraigo escuchando dialectos ininteligibles y pretendo entender a través de la prosodia, capricho que ciertamente me ha costado malentendidos y desencuentros.
Expresar las emociones es tan complejo como describir la verdad. ¿A quien se le ocurrió esta nomenclatura que me resigno a usar sin comprender? Ciertamente me frustra caer en la contradicción, pero trato de hacer lo mejor que puedo. Esta competencia, que no ha sido libre, me ha llevado por un espectro de sensaciones que apenas puedo describir como un recuerdo de la infancia, que no se si proviene de mí o es la descripción de una anécdota. Con la escasa madurez adquirida intento filtrar lo que siento para crear un significado propio y buscar la identidad que probablemente nunca encontraré. Cada día me siento diferente y ya he usado todas las palabras que existen en este idioma que maltrato con las historias que escribo. Ahora, tengo el reto de construir estos retazos que componen mi vida con un nuevo textil al cual no me acostumbro, intentando conservar la apariencia...